La diplomacia digital constituye un tema de gran actualidad. Cada vez son más organizaciones internacionales las que diseñan estrategias y emprenden iniciativas para lograr algunos de los objetivos primigenios de la diplomacia pública: informar, educar y culturizar (Brown, 2005). En definitiva, para mediar en el comportamiento de un gobierno extranjero de forma indirecta, promoviendo los intereses de un Estado ante terceros y ejerciendo influencia sobre las actitudes de sus ciudadanos. No obstante, ni tan siquiera hoy día podemos considerar a la diplomacia moderna como una “forma más o menos sutil de manipulación”, sino como como “una propaganda en el sentido tradicional del término, pero ilustrada por medio siglo de investigación sobre la motivación y el comportamiento humano” (Mannheim, 1994).
…diplomacia en red, en las que internet y las redes sociales son utilizados para la consecución de los objetivos establecidos en la acción y la política exterior de un país.
En un contexto tan cambiante y dúctil como el actual, la emergencia de las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) invitan a pensar cómo defender esos intereses en un entorno digital, manteniendo intacta la esencia de la actividad diplomática. Este ha abierto la escena internacional a nuevos actores y ha desintermediado recursos y procesos, rompiendo las viejas estructuras jerárquicas de los poderes tradicionalmente constituidos. Asimismo, ha generado nuevos problemas en torno a la seguridad y la confidencialidad, multiplicando las fuentes de legitimación, participación y comunicación (Manfredi, 2014). En definitiva, ha conformado una suerte de diplomacia en red, en las que internet y las redes sociales son utilizados para la consecución de los objetivos establecidos en la acción y la política exterior de un país.
Todo ello genera resultados manifiestamente bipolares para la diplomacia del siglo XXI. Por un lado: retos cada vez mayores y, por otro: nuevas y valiosas oportunidades, como son la gestión del conocimiento, la mejora de los canales de comunicación para asuntos consulares, o la promoción de la diplomacia pública. No obstante, es necesario reducir los riesgos que puedan afectar no solo a la imagen pública de un país, y por ende a su prestigio y su reputación, sino también –y de forma perentoria- a la propia seguridad del Estado; pasando por aquellas iniciativas que transgreden la propia libertad de expresión o la gobernanza de las redes sociales. El problema no es baladí, pues hace que la diplomacia moderna se enfrente a desafíos crecientes y acuciantes; sobre todo en el caso de la seguridad, la confidencialidad y la transparencia. Es el caso del ciberespionaje, donde las actuales infraestructuras se han confirmado quebrantables. -Un ejemplo muy claro fueron los cables revelados por Wikileaks. Todo ello hace que muchos agentes diplomáticos, como en el caso del embajador británico Tom Fletcher, se pregunten si se podría haber estado mejor preparados para la primavera árabe de haberse descubierto antes el hashtag #Tahrir. Estos hechos han motivado que hasta la propia OTAN haya incluido en la Public Diplomacy Division una sección dedicada a los medios digitales. Porque, hoy más que nunca, la estrategia digital se enfoca como una acción innovadora que forma parte de cualquier táctica diplomática y que se mide de acuerdo con los objetivos propios de la organización multilateral. Pero no a cualquier precio, si la seguridad pública no está garantizada.
La diplomacia moderna se enfrente a desafíos crecientes y acuciantes; sobre todo en el caso de la seguridad, la confidencialidad y la transparencia.
El ámbito digital es un eje sustantivo de la globalización y el axioma del que surge la idea de la geoestrategia digital, como el conjunto de ideas que dan forma a Internet y a los nuevos medios de comunicación; así como su gestión global. Un cometido que debe incluir la protección de los derechos individuales en la red, la atención a la brecha digital, la irrupción de los big data o el Internet de las cosas, el fomento de la libertad de expresión o la propia neutralidad de la red (Manfredi, 2014). Sobre esta última, ya se ha aprobado legislación en Chile, los Países Bajos y Ecuador y se encuentra en pleno debate legislativo en EE.UU. Otro ejemplo significativo es Suecia, que lidera la Stockholm Initiatitve for Digital Diplomacy, con el objeto de posicionar al país nórdico como referente en la transformación digital en el ámbito diplomático. Esta herramienta es más que conocida entre los gobiernos actuales y se sirven de ella para lograr sus fines de política geoestratégica. Este fue el caso del depuesto gobierno egipcio. De hecho, una de las primeras decisiones que tomó Hosni Mubarak ante las crecientes movilizaciones durante la Primavera Árabe fue cortar el acceso a los servidores de Internet para cortocircuitar el tráfico de las redes sociales. O en China, donde algunas informaciones periodísticas son directamente censuradas en la web. En estas circunstancias, como hemos podido comprobar, la conectividad es un activo que toma fuerza como parte de la gestión de los asuntos internacionales tanto en el ámbito nacional como en el multilateral.
De forma paralela, surge la necesidad de diseñar una estrategia para transmitir información que genere valor, más allá de una mera transmisión de datos o una sucesión de reuniones improductivas. En esta línea, tal vez Twitter y otras redes sociales puedan ser útiles para la detección temprana de crisis y para poner en el punto de mira las demandas de los públicos locales, que ya están permanentemente conectados a las redes. Ello enfrenta a la diplomacia moderna a un desafío demográfico y es aquel que nos descubre que alrededor del 45% de la población mundial tiene menos de 24 años. Por ello, sus agentes no podrán influir o transmitir un mensaje si no están en las redes sociales. Esto significa entender cómo funcionan, cómo se transmiten los mensajes y qué prácticas socioculturales son habituales en ellas. Además, se ha de convertir en un espacio fundamental para la diseminación de información práctica, para atender a las personas rápidamente en caso de desastre, gestionar las relaciones con expatriados en caso de emergencia; así como cualquier cuestión que afecte a la vida diaria de un ciudadano en el exterior. Hoy en día, un espacio digital, una aplicación móvil, un canal Youtube o una cuenta de Twitter, Facebook o Whatsapp pueden servir incluso para aligerar la administración y flexibilizar numerosos actos administrativos y agilizar trámites burocráticos.
Innovación y tradición pueden coexistir en política exterior, pero la diplomacia necesita abrirse a nuevas ideas –y mayor colaboración entre los actores en juego– para hacer frente a los nuevos desafíos de la era digital y de un mundo cada vez más complejo e interconectado.
En definitiva, no podremos hablar de estrategia digital si no existe una identificación de los públicos, las demandas, los contenidos y los objetivos a lograr, a través de un claro razonamiento y una firme defensa de los mismos en el competitivo mercado de las ideas. Muy en especial, conociendo los recursos, procesos y valores que se deseen transmitir. Y, con posterioridad, estableciendo indicadores de rendimiento. Exige, asimismo, una coordinación interna (off y online), y externa (entre las distintos instituciones, -ministerios, embajadas o gabinetes-). Ha de fomentar la participación y la interacción ciudadana y no convertirse en mero altavoz de los mensajes o representantes oficiales. Además, ha de ser necesariamente abierta y transparente. Por último y, quizá lo más relevante, la estrategia tiene que orientarse a los objetivos diplomáticos determinados por la acción exterior, analizando los escenarios, decidiendo las herramientas y evaluando los resultados, en un mundo globalizado en el que la “Marca País” se ha convertido en un input de alto valor.
Por ello, ante los nuevos desafíos de la diplomacia en la era de la web y las redes sociales, como afirma Andrea Sandre -autor del libro “Digital Diplomacy”-: “Innovación y tradición pueden coexistir en política exterior, pero la diplomacia necesita abrirse a nuevas ideas –y mayor colaboración entre los actores en juego– para hacer frente a los nuevos desafíos de la era digital y de un mundo cada vez más complejo e interconectado”.
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